Esta mañana tengo el corazón en un puño.
Me estremezco cuando veo que la xenofobia y el desprecio por la diferencia del otro o de la otra amplían sus tentáculos en nuestro continente y en nuestro país.
Me desazono cada vez que el poder logra hacer que las y los inmigrantes se conviertan en chivos expiatorios de la desigualdad, la violencia y la miseria que ese mismo poder genera.
Me apena cuando me encuentro con miradas hacia la inmigración que son meramente caritativas, lo que, en el fondo, es no VER la complejidad y riqueza que conlleva esa inmigración.
Tengo el corazón en un puño. No sólo por la injusticia y la violencia que todo esto genera, sino también por que evidencia que, con más frecuencia de la que sería sensato, los seres humanos preferimos acomodarnos a unas ideas fijas que ver y dejarnos tocar por el otro, por la otra. Preferimos amurallarnos para mantener intacto lo propio que enriquecernos con lo que las gentes de otros lugares nos traen.
Por todo ello, hoy os traigo esta frase de María Zambrano que hace mucho tiempo me acompaña:
'Éramos huéspedes, invitados. Creían que íbamos pidiendo porque nos daban muchas cosas, nos colmaban de dones, nos cubrían como para no vernos, con su generosidad. Pero nosotros no pedíamos eso, pedíamos que nos dejaran dar.'
Para mí, estas palabras son una invitación a dejarnos tocar por quienes vienen de fuera trayéndonos colores, lenguas, preguntas, inquietudes, conocimientos o experiencias diversas y dispares.
Creo que sin esta práctica, cualquier política que pretenda ocuparse de las inmigración cojea y puede llegar a ser peligrosa.
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